jueves, abril 13, 2006

Hablar de Eielson, una vez más…


Debo confesar que hablar de Jorge Eielson se me hace cada vez más difícil. Difícil decir algo con la sincera y entusiasta convicción que me animan, pero evitando al mismo tiempo caer en la loa fácil y vacía, que por azar o por destino se ha vuelto, en relación a él, un lugar común. Difícil también porque, a mi parecer, si bien los dos extremos de sus facetas creativas, que son su creación ‘exclusivamente’ literaria y su obra ‘exclusivamente’ plástico-visual, me resultan indesligables (además de comunicadas intencionalmente por él con una gran cantidad de puntos creativos intermedios), la apreciación o estima de ambas en nuestro país no ha contribuido a hacer visible esa unidad. Me refiero a que su reconocimiento como poeta (de versos) fue un suceso bastante temprano entre nosotros, pero su reconocimiento como artista (visual), de haberse producido unos años después, hubiera resultado póstumo.

En cierto aspecto, esta recepción desigual ha contribuido a definir la imagen que tenemos de él y de su obra, con todas sus ambigüedades y sus problemas: el hecho de ser visto como un joven virtuoso de la palabra y del ritmo magistral de las mismas, dificultó la asimilación de ese ingenio y virtuosismo tan distinto que despliega en sus versos minimalistas o su, digamos, acercamiento a la ‘poesía concreta’. Un ejemplo: cuando apareció su antología de poemas Poesía escrita en 1976, muchos pensaron que un mito literario se erigía y se derrumbaba a sí mismo varias veces en una sola compilación, para terminar cerrando para siempre la puerta a la literatura. Quizá eran estas las secuelas de una estima sobredimensionada que miraba todavía con cuasi-devoción la audaz elegancia de su poesía primera y hasta segunda, y que sentían que el propio autor, antes que cualquier otro, terminaba con sus últimos experimentos verbales de 1960, echándolas al olvido, rescatándolas solo como meros documentos que parecían entonces dar cuenta de una renuncia definitiva a la literatura (lo cual no era nada cierto, pero al menos así quiso entonces Eielson dejar entrever)[1].

[¿Porqué habría querido así dejarlo entrever?...
Quizá porque le interesaba centrar la atención de sus ‘lectores’ en otros aspectos de su creación].

Muy por el contrario, la recepción tardía de su obra plástica en el Perú, ha venido solo recientemente a darnos la sorpresa de que teníamos a un excepcional artista nacido en Lima y que iba de la mano con las más audaces tendencias de la vanguardia europea de los años Sesenta y Setenta: Solo ahora, con el auge de las instalaciones, el arte de acción y el arte conceptual, su trabajo nos transmite con claridad un aire de contemporaneidad mucho mayor al de cualquiera de sus coetáneos en el arte nacional.

Este hecho resulta una contrariedad porque, a pesar de que su obra plástica se ha desarrollado prácticamente toda fuera del país, en términos generales resulta más próxima, más entrañable a este en sus temas y en sus referentes que la mayor parte de su poesía, escrita en el exilio.

No quiero decir que Eielson arrastró en su obra plástica una imagen dolorosa del Perú sino, hasta cierto punto nostálgica en un inicio, y luego gozosa. La presencia de su patria (en sus ‘paisajes’ de la costa o en su acercamiento al arte prehispánico) no resulta en ningún modo una apuesta por el nacionalismo (término tan impreciso y polémico en nuestros días): Eielson ha sido el artista peruano que ha llevado ese ancestralismo a su forma y sentido más universales.


[El día de hoy Eielson hubiera cumplido 82 años. Este texto continuará...]
Fotografía 1: Eielson en Lima, 1967.
Fotografía 2: S/T. (2004) nudo estampado. 14 x 13 x 10 cm (aprox). Colección particular, Lima.

[1] Entonces Eielson ya había escrito otros poemarios desde 1965, e incluso un conjunto como Noche oscura del cuerpo (de 1955), dejado de lado en esa compilación por el hecho quizá de sentirlo todavía inacabado.

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