lunes, abril 02, 2007

Micromuseo en la Bienal de SaoPaulo-Valencia


Como pan recién salido del horno, ha llegado por intermedio de un amigo a mis manos –aunque en calidad de préstamo- el catálogo que acompaña la exposición: Lo impuro y lo contaminado. Pulsiones (neo)barrocas en las rutas de Micromuseo (“al fondo hay sitio”) curada por Gustavo Buntinx en el marco de la Bienal de Sao Paulo - Valencia. Una muestra de solo 25 piezas que articula en un discurso sustancioso, cuyos antecedentes argumentales del proyecto de su colección, se encontrarían en aquél emblemático número “0” de la revista homónima, publicada en 2001.

Aquí, sin embargo realiza un breve recuento del itinerario seguido por Micromuseo en los últimos años (desde la formulación definitiva del proyecto museo). Para quienes están sin embargo familiarizados con varias de las ideas vertidas e impulsadas por Gustavo en las rutas de su proyecto crítico (sin duda, ese valioso aporte que ya debería pasar a ser otra pieza de colección), aparte de las abrumadoras auto citas, se perciben en este ensayo aportes distintivos y novedosos.

Empezando por aquellas “pulsiones (neo)barrocas” –que él señala fundantes en trabajos de Moico Yaker o Mariella Agois- con las que sustituye en auge Ochentero del “Pop achorado” -qué él define como estilo a partir de una frase de Ruiz Durand-. Así como también la inclusión -en apertura a su texto- de una imagen como El Museo de Arte borrado que Emilio Hernández realiza en 1970: decisivo antecedente visual de una mirada irónica y hasta suficientemente cáustica de la institucionalidad Museo que el propio proyecto alternativo de Micromuseo a su manera también ensaya. Esta imágen ha sido propalada de manera simultánea en Lima por los medios gracias la muestra que ahora se exhibe en el Centro Cultural de España y fue expuesta por Gustavo cuando realizó una exposición sobre la vanguardia peruana de los Sesenta en la Sala de la Municipalidad de Miraflores (hoy Sala Luis Miro Quesada Garland) en 1984, sin que hasta hoy haya sido incorporada a el ala discursiva de su proyecto crítico, cosa que me parece sumamente pertinente. Prepararé comentarios más amplios a todo ello cuando acabe de leerlo.

Solo quisiera añadir una discrepancia ajena a los contenidos teóricos allí vertidos. La traducción de "Ayacucho" como “Rincón de muertos” (p. 33) es una direccionalidad atroz del sentido -que parecía hace décadas venirle como anillo al dedo por la violencia que ha sacudido esa ciudad-, pero en realidad es una exaltación tendenciosa de uno de los sentidos de esa palabra aglutinada (como varias otras en quechua): el Aya en el mundo andino es el ánima, pero entendida como una entidad actuante en la realidad, muy distinta a la idea del muerto o el cadáver para el idioma español. Una traducción más acorde al sentido impuesto para la denominación de aquel paraje de la sierra sería la traducción “Morada del Alma”. Esto me hace pensar: ¿Tiene acaso la palabra Uchuraccay que ser para siempre un sinónimo de violencia y de muerte? (p. 55) ¿Alguien sabe acaso que significa? ¿Será posible alguna vez pensar también del otro lado?...

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