viernes, abril 28, 2006

Celle-ci n'est pas une competition

La galería Lucía de la Puente acogió el mes de abril la segunda exposición individual de Alice Wagner. A intervalos, estos días estoy revisando un texto amplio sobre la corta pero consistente trayectoria de la artista, redactado para un catálogo de próxima aparición. A modo de preámbulo del mismo, 'copy-pasteo' el documento con el texto de presentación que acompañaba la exhibición.

Tiempos suplementarios


En las pinturas de Alice Wagner, reproducir la trama de píxeles es una estrategia que le permite develar la configuración constitutiva de la imagen de las cosas bajo el ojo omnipresente del soporte digital. La suya es una persistencia pictórica de la mano de un neo-puntillismo que pertenece más a la era del computador que a la pintura europea de fines del diecinueve, aún cuando algunos presupuestos de ambas parecen por momentos cancelar los más de cien años que las separan.

Como a propósito de su primera individual fuera entonces destacado, este efecto digital hecho procedimiento técnico apunta a una parcial obliteración: un señalamiento que nos indica que si hay algo que pueda denominarse el sentido de una imagen -sea cual sea la naturaleza de la misma-, este no se funda única ni exclusivamente en el reconocimiento de lo representado. El filtro -o veladura posmoderna- que retícula la superficie del lienzo nos impone una distancia física y mental (real y virtual) ante la representación. Y es precisamente esa falta de nitidez la que le permite a la artista ampliar, en cierto modo, la resolución de su propuesta. Se trata sin duda de un ardid conceptual que es, en este caso, paradójicamente retiniano y anti-retiniano a un mismo tiempo.
Así, el conjunto de cuadros que Wagner nos presenta ahora parece sugerir que el tema estaría inicialmente fuera del ‘campo de juego’ de las artes visuales, pero quizá ello no sea más que una suerte de trompe-l'oeil.

La paráfrasis magritteana que se inscribe -aludiendo a la serie completa, creada a partir de fotografías de los Juegos Olímpicos de los años Setenta- desvía verbalmente el énfasis dado al enfrentamiento entre aquel único cuadro, obtenido con impresora láser sobre lienzo y el resto de superficies, pintadas a mano: no solo la calidad de imagen sino su ausencia de color, así como la actitud quieta y triunfalista de la atleta, se oponen al desenfoque generalizado, al cromatismo -en algunos casos incluso festivo- de los recuadros en las telas y a la sensación, en todas, de dinamismo que, en medio de una acción desplegada, estos no logran cancelar.

Pero adicionalmente a esta contraposición de técnicas y formas de producción visual, la frase alude -aún cuando por oposición- a una implícita contienda en pos de un lugar meritorio dentro de una disciplina específica, que aquí podría ser extensiva a cualquier otro campo profesional: aquél acopio de instrucción y aptitudes que coloquialmente denominamos carrera y que exige niveles de competitividad. Pero el énfasis aquí no apunta a una pugna contra otro, sino particularmente contra el tiempo y contra la presión que, en una sociedad como esta, el tiempo se acostumbra a imponer. Aquella que hace que cualquier acto placentero pueda tornarse extenuante, sin llegar a ser modificado sustancialmente.

Negar esa competencia es, acaso, negar una ‘carrera’ que anule el valor del tiempo perdido: la quietud, las horas muertas, las preguntas que se abren o la paciente espera de respuestas -incluso provisionales- para ellas. Y sería, por añadidura, apostar por dotar a todo esto finalmente de sentido.

Emilio Tarazona
Abril, 2006

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